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Lo woke, el populismo y la distinción amigo-enemigo

✍️ Por Adrián Rocha.1

Lo woke y el populismo como intensidades políticas

En el artículo anterior he analizado cómo lo woke opera a partir del activismo, y, en ese sentido, he intentado demostrar, de forma sucinta y llana, cómo se articula la intensidad propia de lo woke con las dinámicas populistas, y cómo esa intensidad comparte rasgos comportamentales con la intensidad de la teología política, a partir de la cual los argumentos propios, al considerarse moralmente superiores, impiden siquiera contemplar (ni hablar de ponderar) las argumentaciones del adversario, puesto que si se considera que la propia valoración de un asunto es acabadamente correcta, no hay razones, desde la lógica incluso, para dar lugar a una postura diferente u opuesta a la propia.

En este artículo voy a enfocarme en un aspecto del que se habla mucho, pero que se tiende a conocer poco o mal: la relación de lo woke y del populismo con la distinción amigo-enemigo elaborada por el jurista alemán Carl Schmitt.

Populismo y representación: la crítica a la democracia liberal

Como he dicho, existe una articulación comportamental y sociológica entre lo woke y el populismo, así como existe esa misma vinculación entre el populismo y cualquier movimiento político o social que adquiera ciertos niveles de intensidad en la práctica de su activismo. Esto es así porque el populismo se caracteriza precisamente por desafiar a la democracia liberal representativa. El populismo desconfía de que las instituciones republicanas contengan a todas las diferencias sociales. En ese sentido, el populismo entiende –teóricamente– que es imposible que esa representación se produzca realmente. Según la teoría populista de Ernesto Laclau, la representación liberal “simula” una contención y una inclusión de la pluralidad de la vida democrática, cuando en realidad esa contención no es tal y termina funcionando bajo el dominio de un sector sobre el resto de la sociedad. En ese sentido, cuando de ese “resto” de la sociedad surge un movimiento que se articula en torno de ciertas consignas que aglutinan demandas disímiles pero convergentes en su rechazo hacia el polo institucionalizado, es cuando se forma una dinámica populista.

En ese escenario, y como he mencionado en el artículo anterior, se está ante un proceso “populista”, y una parte específica de ese “resto social” que no se siente cabalmente representado por las instituciones que aspiran a albergar a todas las diferencias, tiende a representar al “todo” a través de la “operación hegemónica”. Como ya hemos citado de Laclau, en este momento de la dinámica populista interviene la figura de la sinécdoque:  

Hemos afirmado que, en una relación hegemónica, una diferencia particular asume la representación de una de una totalidad que la excede. Eso otorga una clara centralidad a una figura particular dentro del arsenal de la retórica clásica: la sinécdoque (la parte que representa al todo.

Laclau, 2005, p.97

La operación hegemónica y la exclusión

Pero el autor argentino va más allá y señala también que para que la operación hegemónica se consolide es necesario que ocurra algún tipo de exclusión que debe darse a partir de la formación de esa “totalidad” que se configuró entre quienes no se sienten representados por el sistema institucional-liberal. Es decir, tiene que existir un nivel de intensidad en un sector de la sociedad que lleve a este sector a demonizar al sector institucionalizado. De esa manera, se produce una dinámica de equivalencias entre quienes rechazan a la institucionalidad vigente: son equivalentes en su rechazo hacia ese sector institucionalizado, y esto vuelve más homogénea a esa equivalencia de demandas, aun dentro de su heterogeneidad. Se trata de muchas demandas articuladas en torno de “significantes vacíos” que condensan múltiples reclamos y se vuelven equivalentes en su rechazo hacia el polo que consideran dominante, aun cuando entre ellas existan diferencias.

Laclau lo plantea de esta manera:

La única posibilidad de tener un verdadero exterior sería que el exterior no fuera simplemente un elemento más, neutral, sino el resultado de una exclusión, de algo que la totalidad expele de sí   misma a fin de constituirse (para dar un ejemplo político: es mediante la demonización de un sector de la población que una sociedad alcanza un sentido de su propia cohesión). Sin embargo, esto crea un nuevo problema: con respecto al elemento excluido, todas las otras diferencias son equivalentes entre sí —equivalentes en su rechazo común a la identidad excluida.

Laclau, 2005, p.94

Hasta aquí, entonces, podemos comprender a grandes rasgos cómo funciona el núcleo de la conformación de una dinámica populista. El lenguaje de la teoría populista no puede ser más explícito. Examinemos los significantes, justamente, que dan sentido a la teoría de Laclau: demonización, exclusión, rechazo, identidad. Queda claro hacia dónde apuntan.

Es dable deducir que el wokismo opera con estas categorías, pues como he dicho también en el artículo anterior, el activismo woke no tiene intenciones de integrar sus demandas en el sistema institucional que ofrece la democracia republicana. En su lugar, considera estratégicamente más viable adoptar comportamientos anti-institucionales a los efectos de crear un clima de tensión, precisamente a través de un tipo de intensidad característico de la teología política, para de ese modo establecer un escenario maniqueo y extorsivo que, más allá de la voluntad de los ciudadanos, sitúa a estos necesaria y obligatoriamente de un lado o del otro de una trinchera creada precisamente por los militantes de lo woke. Vale aclarar que el populismo funciona de esta manera, sin importar la ideología. Lo woke es una forma del populismo, pero no es la única. El populismo se ha convertido así en una estrategia electoral y de gobierno, y no solamente en una “dinámica” que “sin darnos cuenta” se nos instala a nivel social y político.

La lucha de las convicciones y las intensidades de lo político: los aportes de Koselleck y Carl Schmitt

Koselleck: la intensidad de las convicciones modernas

Reinhart Koselleck, el gran historiador de los conceptos y teórico-histórico alemán, en uno de sus más reputados estudios, capturó muy bien la modalidad con que este sistema de confrontación opera, en un libro publicado en 1959, es decir, mucho después de la publicación de El concepto de lo político de Carl Schmitt. Aquí nos enfocaremos primero en los aportes de Koselleck por cuestiones de comprensión conceptual, y luego pasaremos a analizar algunas definiciones de Schmitt.

El estudio de Koselleck al que me refiero se enfoca en las condiciones críticas que caracterizan al surgimiento de la modernidad, su “patogénesis”, que tiene al Estado hobbesiano como elemento central, como momento cúlmine de un proceso histórico de secularización que exige la creación, por parte de Hobbes, “de un sistema conceptual extrarreligioso” (Koselleck, 1959, 2007, p.40), ya que, como bien indica el Koselleck:

“Hobbes se percata del desequilibrio imperante entre los propósitos de los partidos… Además, la convicción interna aseguraba a los partidos mismos su pretensión reivindicativa de una obligatoriedad universal… Y las convicciones espoleaban hacia acciones cada vez más radicales, con el objetivo de aniquilar al enemigo no sólo externo, sino también interiormente. Impera una lucha de las convicciones, que Hobbes ha puesto en evidencia mostrando su estructura interna, oculta a los ojos de los beligerantes.

Koselleck, 1959, 2007, p.40. Las negritas son propias.

Resultan familiares estas inferencias de Koselleck. De alguna manera, podríamos considerar que se aplican al clima político que hoy vivimos en Occidente, secularizadamente, sin duda, pero la atmósfera es muy parecida: se trata, como he dicho en el artículo anterior, de convicciones llevadas al límite de la intensidad. Esto decanta necesariamente en “una pretensión reivindicativa de una obligatoriedad universal”, como indica Koselleck, y entonces todos actúan considerando que sus convicciones, sus ideas, esto es, sus valores, son al fin y al cabo mejores que los de los adversarios, lo cual tiende a anular cualquier tipo de negociación posible, cualquier forma de política en un sentido dialógico, por la sencilla razón de que los argumentos propios se perciben moralmente superiores.

Carl Schmitt: lo político como distinción amigo-enemigo

Ahora pasemos a Schmitt. El autor alemán ha sido poco o mal leído pero muy citado, ya sea para criticarlo por su adhesión al nazismo, o para hacerle decir lo que en realidad no dijo, o no del modo en que algunos pretenden. Su distinción amigo-enemigo ha sido usada y sigue siendo utilizada para justificar estrategias electorales o de gobierno, algo totalmente alejado de la naturaleza hermenéutica de los trabajos de Schmitt, que buscó delimitar el concepto de lo político, y darle un sentido específico. Más allá de que uno pueda disentir o tener reparos respecto de varios de sus planteamientos, su aporte resulta decisivo para pensar lo político. Sin embargo, sus elaboraciones jamás apuntaron en un sentido utilitarista, es decir, para ser “utilizadas” como estrategias de construcción electoral o sociopolíticas.

Básicamente, lo que Schmitt planteó en El concepto de lo político es que:

Todo antagonismo u oposición religiosa, moral, económica, étnica o de cualquier clase se transforma en oposición política en cuanto gana la fuerza suficiente como para agrupar de un modo efectivo a los hombres en amigos y enemigos.

Schmitt, 1932, 1991, p.67. Las negritas son propias.

Con esto, lo que el autor alemán nos está diciendo es que hay un grado de intensidad al que a veces llegan las disputas y conflictos, que terminan por adquirir la fuerza suficiente como para agrupar a los hombres entre amigos y enemigos respecto de un asunto particular. Por supuesto que esta situación no será eterna ni debe serlo, sobre todo en la política interna. Es simplemente una posibilidad, y es una condición en la medida en que esa intensidad deba existir para que se expliquen ciertas escaladas, porque lo político, para Schmitt, no significa un diálogo que concluye siempre en un acuerdo, pero tampoco significa que el diálogo (bien entendido, es decir, como confrontación argumentativa) deba derivar siempre en la intensidad necesaria para agrupar a los hombres en amigos o enemigos, fundamentalmente en el ámbito de la política interna. Esto es solo una posibilidad, en la medida en que escale el nivel de intensidad y adquiera una fuerza suficiente.

Por otro lado, Schmitt siempre se refirió al enemigo en una clave netamente política: el enemigo es el enemigo público, aquel con quien confrontamos en la arena política, también considerado el hostis, no así el enemigo privado o personal (considerado inimicus).

Schmitt se esmeró en dejar claro que “lo político tiene sus propios criterios” (Schmitt, 1932, 1991, p.56). El jurista alemán lo explica de un modo muy claro:

Supongamos que en el dominio de la moral la distinción última es la del bien y la del mal; que en lo estético es la de lo bello y lo feo; en lo económico la de lo beneficioso o lo perjudicial, o tal vez sea la de lo rentable y lo no rentable. El problema es si existe alguna distinción específica, comparable a esas otras aunque, claro está, no de la misma o parecida naturaleza, independiente de ellas, autónoma y que se imponga por sí misma como criterio simple de lo político; y si existe, ¿cuál es?

Schmitt, 1932, 1991, p. 56.

De esta manera, Schmitt arriba a la conclusión de que:

La distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción amigo y enemigo. Lo que esta proporciona no es desde luego una definición exhaustiva de lo político, ni una descripción de su contenido, pero sí una determinación de su concepto en el sentido de un criterio. En la medida en que no deriva de otros criterios… Es desde luego una distinción autónoma… en el sentido de que ni se funda en una o varias de esas otras distinciones ni se la puede reconducir a ellas

. Schmitt, 1932, 1991, p.56.

Como puede observarse en las citas, Schmitt no considera que la distinción amigo-enemigo describa el contenido de lo político, ni que siempre deba darse al nivel de un conflicto constante. Lo que Schmitt está diciendo es que hay niveles de intensidad en la polémica pública que pueden conducir a esta distinción, ya que sería la ratio última o esencial de lo político, que adquiere ese nivel de agrupamiento entre amigos y enemigos cuando un diferendo escala hacia intensidades específicas, por la simple razón de que no toda discusión política, o, en otros términos, no todo diálogo, por más bien intencionado que sea, conducirá necesariamente a un acuerdo. Ya que la autonomía de lo político consiste en que hay diferencias que no pueden reconciliarse por medio del diálogo y la moral, puesto que son diferencias de tipo políticas, y el diálogo no hará que esas diferencias se zanjen (necesariamente). No obstante, aquí ingresa en el juego de la polémica lo que podríamos denominar la política, si nos permitimos la distinción entre lo político y la política.

Precisamente para intentar amenguar estas diferencias estrictamente políticas que no siempre se dirimirán por el simple hecho de dialogar, existe la política: las instituciones fueron creadas para canalizar el conflicto político y eso exige ceder, no quedarse contento con el resultado de una negociación. Allí ingresa la dimensión ética, pero también la de los incentivos: se trata de esos momentos en los que los agentes políticos miden hasta dónde es conveniente seguir siendo intransigentes, aun cuando la disputa política no los lleve a un acuerdo satisfactorio. En política, en general, un acuerdo exitoso para la sociedad “es siempre y en todo lugar un fenómeno” desagradable para los políticos. Pues el conflicto político no es un conflicto que pueda resolverse con razonamientos morales universales, ya que no siempre un razonamiento moral puede universalizarse y absorber a todos.

Veamos un ejemplo de oposiciones sencillo: ¿es moralmente superior que exista un estado benefactor? ¿O es moralmente superior que exista un estado plenamente liberal en lo económico? No tenemos una respuesta moral que sea superior para estas dos premisas antitéticas. Puesto que, aun cuando existan argumentos sólidos e interesantes de ambos lados, no pueden considerarse moralmente superiores a sus opuestos, ya que no hay forma de determinar con precisión tal cosa. Claro que hay modos de intentar mostrar que uno es mejor que el otro, pero no existe forma dentro de la lógica de demostrar que uno de ambos sea realmente superior, y mucho menos a nivel moral. En estos casos, estamos ante una diferencia estrictamente del ámbito autónomo de lo político, y no hay forma de salvar esto sino a través de las instituciones. En este sentido, es la democracia, a través de la “soberanía popular” que se plasma en la representación parlamentaria y electoral, mediante un sistema presidencial o semipresencial, etcétera, la que debe encargarse de resolver la cuestión.

¿Cómo se enlazan todas estas problemáticas con lo woke y el populismo?

Estas cuestiones tienen una relación directa, específica, con las dinámicas populistas y con lo woke, que es una forma del populismo, tal como ya hemos visto. Sin embargo, hay una diferencia muy importante. Schmitt nunca pensó en una teoría que pueda ser adaptada a las estrategias electorales o de gobierno. Schmitt intentó explicar, dar cuenta, iluminar, en qué consiste el concepto de lo político, diferenciándolo de otros conceptos, pero su teorización no está pensada en términos estratégicos. Schmitt se enfocó en conceptualizar lo político y darle un sentido autónomo, por la necesidad de entender que existe una dimensión netamente hostil que explica el comportamiento de los hombres. La esencia de lo político radica entonces en que el desacuerdo no puede resolverse siempre mediante razonamientos morales universalizables. Por supuesto que esto no aplica a todo conflicto: no podemos escudarnos en “la autonomía de lo político” para decir que, como la moral no puede resolver un problema político, cualquier cosa está permitida. En ese caso, estaríamos ingresando ya en el relativismo cultural, moral y político. De momento, podemos afirmar que, mientras nos mantengamos en la órbita de la institucionalidad representativa y republicana, sí podemos inferir que hay desacuerdos políticos que no pueden resolverse mediante razonamientos morales, ya que no hay siempre moralidad superior en estos aspectos. Tal como lo he planteado respecto de la dicotomía “estado benefactor/estado liberal económico”. Uno puede encontrar miles de argumentos en contra de ambos, y entonces afirmar que “moralmente” tanto uno como el otro puedan ser superiores, pero estos argumentos no ratificarán la superioridad moral de uno u otro modelo económico, sino solo la opinión de quien los esgrime.

En el caso del populismo y de lo woke, el problema de la superioridad moral se plantea exactamente en clave anti-política, es decir: se diseña estratégicamente una narrativa, se deciden pautas de acción, se induce a sus militantes a “estar despiertos” y actuar a partir de criterios que se definen a priori como moralmente superiores, y entonces lo que sigue en el plano social no es otra cosa que una cuasi guerra de religión secular mediante la cual los ciudadanos deben decidir si están de un lado o del otro. En eso consiste la lógica amigo-enemigo tergiversada por el populismo y lo woke para ser usada como un elemento de construcción política, esto es, como una operación hegemónica, a los efectos de captar adherentes, tal como lo mencioné en el artículo anterior.

Para concluir, no debe descuidarse tampoco que, en el sentido estratégico, esta distinción amigo-enemigo puede ser utilizada por cualquier grupo político: no es patrimonio de lo woke, aunque en este movimiento haya adquirido una intensidad violenta. Pero también puede ser utilizada por grupos radicales de sectores contrarios.

Bibliografía:

  • Koselleck, R. (1959, 2007). Crítica y crisis. Madrid: Trotta.
  • Laclau, E. (2005). La razón populista. Buenos Aires: FCE:
  • Schmitt, C. (1932, 1991). El concepto de lo político. Madrid: Alianza.
  1. Politólogo, consultor en asuntos estratégicos y especialista en relaciones internacionales. Ha realizado cursos de doctorado en la Universidad del Salvador. Miembro del Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI). Autor de Populismo, un enfoque crítico. Editorial Almaluz. Buenos Aires: 2025. ↩︎

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