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Ciudadanos y consumidores, un vínculo necesario

Democracia y tecnología, hacia una integración necesaria

Por: Adrián Rocha [1]

La democracia no es un sistema perfecto, aunque sin duda es el más perfectible de todos por su capacidad de adaptación.

Los avances tecnológicos han constituido siempre para las sociedades y, sobre todo, para las autoridades, un problema de adaptación y de integración. Los casos históricos más conocidos dan cuenta de esta cuestión, así como aquellos que han tenido menos repercusión.

La aparición de la imprenta, en 1450, cambió drásticamente el modo en que el conocimiento se difundía por Europa. El invento de Gutenberg no solo produjo un cambio profundo en el acceso a la información. También sentó las bases de un método –la escritura y su impresión– que sería la plataforma insoslayable y hegemónica para la difusión del conocimiento, en todas sus formas, hasta la irrupción de internet.

La invención de Gutenberg fue tan revolucionaria en el plano intelectual, comunicacional y comercial que, como en todos los casos en que se produce una disrupción de esa naturaleza, ni el mismo Gutenberg podría haber imaginado su la transformación que produciría en la vida humana. Desde la política, la religión, lo que luego daría en llamarse “la prensa”, y todo aspecto económico vinculado con la comercialización del conocimiento, la innovación que trajo la imprenta se independizó de toda forma de control que su inventor pudiera haber pronosticado para con su creación.

Las capacidades productivas e innovadores de los seres humanos son, como se observa en el caso de la imprenta –así como en tantos otros inventos–, inimaginables. Pero su mayor imprevisibilidad se asienta en los efectos sociológicos y políticos que tales creaciones puedan tener.

Desde que el uso de internet se volvió masivo, los cambios sociales se han vuelto cada vez más difíciles de pronosticar, de anticipar, mientras al mismo tiempo disponemos de más información acerca del comportamiento a gran escala de los usuarios. Podemos hablar de una suerte de paradoja de la información: mientras más datos se obtienen a través de múltiples plataformas sobre el comportamiento de los usuarios en aspectos como el consumo o la ideología, más difícil se vuelve prever hacia dónde se dirigen (en conjunto) las sociedades. Por supuesto que es posible detectar cómo algunos grupos (segmentadamente) podrían comportarse respecto de determinado fenómeno social o político, pero cuando se intenta llevar estas predicciones a una escala mayor, la ingeniería social se vuelve mucho más difusa, por la simple razón de que, aun cuando se dispongan de grandes masas de datos sobre los gustos y preferencias de millones de usuarios, se sigue tratando de personas, y las ciencias del comportamiento no han podido (al menos por ahora) predecir qué harán las sociedades.

La predicción del comportamiento es un tema muy estudiado en diferentes niveles. Estudios de mercado, investigación sobre comportamiento social en regímenes o contextos autoritarios, inducción de actitudes a través de la presión social o mediante la creación de fobias. Hay mucho escrito al respecto, y hubo investigaciones paradigmáticas, como las que llevaron a cabo algunos miembros de la Escuela de Frankfurt cuando emigraron a los Estados Unidos, así como aquellas realizadas por Stanley Milgram, acerca de la dificultad que encuentran las personas para negarse a realizar algo ante la presión de un “sujeto supuesto saber”, o simplemente de una figura con autoridad (científica, política o de otra índole.)

¿Ciudadanos o consumidores?


Con todo, lo que sucede desde la irrupción de internet es, de alguna manera, una refutación de estas tendencias que con mucha lucidez han descubierto algunos investigadores sociales.

La formación de blogs, primero, y la conformación de usuarios aglutinados en torno de algunos temas comunes ya desde las redes sociales, después, han permitido a muchas personas crear sus propios “criterios de verdad” respecto de cualquier tema que aparezca en cualquier plataforma.

Por ejemplo, el monopolio del que gozaban los medios de comunicación no solo para “marcar agenda”, desde el modelo de la “aguja hipodérmica” hasta la teoría de la “espiral del silencio” lúcidamente desarrollada por Noelle Neuman, parece estar agotándose. Contrariamente a lo postulado por casi todas las teorías que consideran que los seres humanos son pasivos receptores de la información –o que no desean permanecer “aislados” de las opiniones mayoritarias–, la creación de agrupaciones que definen sus propios “criterios de verdad” permite que muchas personas que tienen una hipótesis previa (por no decir un prejuicio) sobre cualquier tema, dé lugar a un tipo de impugnación segmentada (pero creciente) de la información, incluso cuando esa información pueda tener sólidas bases científicas.

Esta tendencia, que consiste en la creación de un sentido de pertenencia vía los prejuicios o los sesgos cognitivos, es profundamente reforzada por el modo en que funcionan los algoritmos, dándonos cada vez más de aquello que deseamos.

En cierta medida, este procedimiento de los algoritmos se asemeja bastante al mecanismo de “recompensa” de nuestro sistema dopaminérgico, que consiste en proveernos placer cuando confirmamos nuestros sesgos, contrariamente a la agria experiencia de identificar que aquello que creíamos que funcionaba de una manera es en realidad falso o erróneo.

Aquí es cuando las democracias se enfrentan al gran problema de diferenciar consumidores de ciudadanos. Un consumidor es, para el marketing, la publicidad y para el comercio en general, un objetivo que hay que seducir, y sabemos que casi todo está permitido en aras de obtener la membresía, suscripción o la compra por parte de un usuario. Es totalmente legítimo que las empresas utilicen todos los métodos que permite el mercado para atraer consumidores.

Ahora bien, el modo en que funcionan las redes sociales e internet en general no distingue entre consumidores y ciudadanos, pues cada usuario es por defecto un potencial consumidor.

¿Qué pueden hacer, entonces, las instituciones públicas para trabajar sobre la noción de ciudadanía, cara a la tradición republicana?


En primer lugar, es fundamental comprender que la idea de ciudadanía se complementa perfectamente con la economía de mercado y con el avance tecnológico. Como en toda época
de cambio profundo, surgen constantes desafíos a la convivencia sociopolítica, esto es, a la capacidad de las sociedades de volverse más democráticas, más tolerantes y menos caóticas. Pero hay algo del orden de lo incierto, de lo contingente, que todo sistema democrático acepta y contempla como parte de sí. Pensemos, por ejemplo, en la cuestión electoral. Nunca sabemos quién ganará la próxima elección, aunque podamos deducir quiénes serán los potenciales candidatos. Aun así, sucede a menudo que quienes mejor posicionados estaban en las encuestas, luego pierden la elección, y que quienes parecían rezagados dan finalmente la sorpresa. Los casos de Castillo, en Perú (2021), Boric, en Chile (2022), Milei, en Argentina (2023), o el mismo Donald Trump, en Estados Unidos (2024), son solo algunos ejemplos del alto nivel de incertidumbre que se vive en las democracias occidentales, y no solo en América en general. Europa también está inmersa en el mismo proceso de aumento creciente de la incertidumbre política y electoral, basta mirar los casos de Francia o Alemania.

Los desafíos a la convivencia sociopolítica siempre estarán. No existe forma de evitar esta experiencia, porque la tecnología avanza no solo a una velocidad mayor que la capacidad de las instituciones democráticas para adaptarse a ella, sino también porque la democracia no es un sistema perfecto, aunque sin duda es el más perfectible de todos, precisamente por su capacidad de adaptación.

Todo sistema democrático contempla los mecanismos constitucionales y legislativos para que la adaptación a nuevas reglas se procese del modo más integrador posible, sin imposiciones que vengan desde una cúpula que controla a la sociedad toda, como sucede en regímenes opacos como China o Rusia.

La “destrucción creativa” postulada por Schumpeter es inherente a la economía de mercado, y como tal, la democracia como procedimiento electoral debe estar dispuesta a “destruir” y dejar atrás modelos anacrónicos para adaptarse a las nuevas realidades productivas y sociales.

Conclusión

De esta manera, la educación y el desarrollo científico técnico aparecen como el principal motor del cambio democrático en el ineludible proceso de adaptación que las sociedades se ven forzadas a implementar.

La inversión pública en proyectos educativos que formen a los ciudadanos en sus capacidades para producir cambios significativos en la sociedad en la que viven es fundamental a la hora de comprender que la función de cada uno va más allá de sus deseos como consumidor.

No se trata de oponer “consumidores” a “ciudadanos”, sino de integrar ambas nociones con un sentido de responsabilidad a través de sólidos programas de educación que involucren obligatoriamente la formación en tecnología y valores democráticos y republicanos.

La canalización del caos ínsito en toda dinámica social a través de instituciones que sepan explotar esa energía creativa (que es la que da vida al caos) es un trabajo estrictamente educacional.


[1] Adrián Rocha es politólogo y consultor. Realizó cursos de maestría y doctorado en la Universidad del Salvador. Ha publicado artículos académicos y ensayos políticos en revistas especializadas de Europa y Latinoamérica. Es miembro del Consejo Argentino para las Relaciones Internacionales (CARI), en donde investiga problemáticas geopolíticas y estratégicas. Ha trabajado en campañas políticas y actualmente es asesor estratégico en consultoras de Estados Unidos y Europa, realizando investigaciones cualitativas y analizando escenarios geopolíticos en América Latina y el Caribe. Es especialista en riesgo político, geopolítica, análisis de discurso y comunicación estratégica. El Populismo, un enfoque crítico, es su primer libro.

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